La Droga de la Audiencia
En breve, para los medios en Internet será completamente imposible sobrevivir sin interpretar con devoción las preferencias de la audiencia. El destino final de esa persecución puede convertir a los medios en junkies incurables.
El siguiente texto fue publicado en el libro “Nuevos Desafíos del Periodismo” una compilación realizada por los periodistas Daniel Dessein y Gastón Roitberg.
“En los comités de redacción, se pasa buena parte
del tiempo hablando de otros periódicos, y en particular
de lo que han hecho o han dejado de hacer”
Pierre Bourdieu, Sobre la televisión (1996)
Durante un período en la década del 90 en el que trabajé en el diario Clarín, me tocó ir a la reunión de editores que se realizaba al mediodía. En una mesa oval, dirigida por el secretario general de redacción, a la que asistían secretarios, prosecretarios y los editores de las distintas secciones -aproximadamente 12- se evaluaba la edición del día anterior haciendo comentarios y acotaciones generalmente benévolas sobre el propio trabajo. El propósito general de la reunión estaba orientado a ajustar el contenido y los procedimientos y cada caso era analizado en ese sentido. Así se dedicaba tiempo a conocer los pormenores de una página que había sido levantada, criticar o elogiar la ponderación que se había hecho de un tema, comentar algún título o una columna, señalar problemas de edición de una nota, remarcar logros periodísticos, analizar fotografías por buenas y acertadas o por malas y, muy especialmente, a comparar la información propia con la que llevaban otros diarios, sobre todo el diario La Nación. Si La Nación había tenido algo significativo que no hubiese tenido Clarín era un tema principal de la reunión. Por lo general esas reuniones eran muy tensas y sin espacio para intervenciones imprevistas. Jamás, nunca, se hablaba de la audiencia. No había ningún parámetro para hacerlo, ni en Clarín ni en ningún diario del mundo. La audiencia era algo difuso representado por la circulación del diario que se elevaba o disminuía lentamente por múltiples factores, el contenido era uno de ellos, pero también las cada vez más aceitadas acciones de marketing, como los coleccionables y promociones, el ecosistema de medios del momento y la economía doméstica. Se trató de un fenómeno mundial en el que todos los grandes diarios crecieron en circulación, abundaron en publicidad y en ese otro gran activo silencioso que poseían: los avisos clasificados.
El contenido en esa etapa fue muy importante para crear audiencia, pero de ninguna manera vital. Por ejemplo, si la tapa de la revista dominical era insípida, o el suplemento de espectáculos no acertaba con sus títulos, o deportes no conseguía una entrevista significativa, y política no lograba interesar a nadie, la circulación del diario no mermaría de manera inmediata. Salvo el rigor de la reunión de editores, la producción de contenidos se movía en un estado no competitivo. A diferencia de las revistas en las que cada semana la portada disputaba (aun lo hace) la atención de la audiencia en los kioscos y de cuyo acierto dependen mayores o menores ventas, los diarios, y muy especialmente los suplementos de los diarios, fueron siempre impunes a ser sancionados por la audiencia con su desinterés.
La verdadera audiencia era ese cuerpo de editores entrenados en representar con sus intuiciones qué era de interés para los lectores. Este comportamiento permitió la abundante existencia dentro de los diarios de contenido arbitrario, caprichoso, injustificado, que respondía al perfil periodístico de los editores, a lo que ellos consideraban que debía ser leído, debía ser considerado interesante o era importante. La lectura al azar del diario (en los medios gráficos los lectores acceden a todo el sumario desplegado sin elegir) permitió que la audiencia fuera interrumpida por los criterios de otros que no tenían en cuenta sus intereses. Esa impertinencia muchas veces fue negativa, aburrida o estúpida, pero en ocasiones, lo único realmente interesante de la lectura de un diario surgió de esas apariciones subjetivas donde los editores impusieron su punto de vista ante el lectorado.
Pero esa época está culminando. Si se visitan algunas redacciones de medios online importantes en el mundo, pueden verse pantallas de gran tamaño en las paredes que muestran los números de Google Analytics o de otros software similares que miden a la audiencia en tiempo real. Cada lector, cada preferencia de un lector, es ahora tenida en cuenta al instante. Dependiendo de quién sea el que observa esos números, las palpitaciones pueden ser tomadas en cuenta como una pista del interés de la audiencia o directamente como una orden.
En cualquier caso, las ediciones en todo el mundo se orientan cada día más a modificar el contenido en busca de la satisfacción del lector. Los editores aprendieron que bastan unos pocos segundos de observar el comportamiento de la audiencia frente a una nota para predecir cuál será su desenlace: interesa, no interesa. Las temáticas y los títulos se volvieron piezas decisivas cada una de ellas con su propia vitalidad, sin importar la verdadera trascendencia del tema. En ese contexto, la reunión de editores se concentra (o debería hacerlo) solo en entender qué se leyó y qué no se leyó.
Hay medios tan voraces por interpretar el comportamiento de la audiencia que siguen la conversación, el rumor online, las tendencias de twitter, lo que sea, para construir contenido a medida que satisfaga ese interés. Cualquier editor del mundo online termina su día de trabajo mirando en su teléfono o en alguna pantalla los números de la edición en general, de cada nota, y todos los parámetros cuantitativos que existen: cantidad de lectores, comentarios, tweets, etc.
También observa con atención la vida de sus contenidos en Facebook, una intrincada matemática de “Likes”, comentarios y “compartidos” que está reduciendo las complejas manifestaciones humanas a un manojo de categorías preexistentes y rígidas. Los editores buscan entender al sujeto que forman el conjunto de lectores que denominamos “audiencia”. ¿Qué quieren? ¿Qué puedo darles? ¿Por qué esto que ayer quisieron hoy no lo quieren más? ¿Por qué este título funcionó y este otro que es casi igual, no? ¿Fue la posición en la página? ¿Fue el horario?¿Fue que había otro tema más interesante? ¿Fue el tema? El sujeto de la nota? ¿El éxito de esta nota se debe a que era un actor? ¿Y por qué el día anterior una nota sobre el mismo actor no funcionó? ¿Los títulos con nombres propios son más efectivos?
No es la codicia lo que los mueve sino la supervivencia. El incremento constante de publicaciones y medios que compiten por la atención de la audiencia hace que para sobrevivir haya que direccionar todos los esfuerzos a captar la atención dispersa de esa audiencia e incrementarla.
Por eso algunos editores de medios online dejaron de pensar qué es bueno e interesante -categorías que ya resultan obsoletas para la edición- para dedicarse simplemente a analizar qué quiere la audiencia. Es un cambio profundo y de consecuencias inmensurables. Puede entenderse así: la decisión editorial cambió de manos para siempre. Ahora no manda el editor y sus arbitrariedades, manda la audiencia y sus arbitrariedades. Y la audiencia es la suma de los mejores valores de un conjunto, menos la suma de los peores del mismo. Y como sabemos, lo peor suele ser más abundante que lo mejor. Contrariamente a lo que se suele afirmar sobre las creaciones colectivas, el comportamiento de las multitudes frente a los contenidos ofrecidos por los medios no parecen emitir ninguna sabiduría, más bien lo contrario.
¿Qué está pasando?
Imaginen que tienen un restaurante de tenedor libre que tiene capacidad para preparar 100 platos distintos cada día. Como no saben qué quiere comer la gente realizan platos diversos, la mitad de ellos son muy sofisticados y costosos, y la otra mitad simples, elementales y baratos. Al mes de haber inaugurado, y de forma persistente, pueden comprobar que la mayoría de sus clientes no quieren comer sus platos elaborados y con ingredientes originales, sino las vulgares milanesas con papas fritas, empanadas de carne picada barata y tartas de jamón y queso. ¿Qué harían? Si son inteligentes, rediseñarían su menú, maximizarían la producción de los platos baratos y abandonarían los platos elaborados y costosos. Ahorrarían dinero y ganarían más. Le darían a la gente exactamente lo que quiere comer. Si, en cambio, insistieran en su cocina elaborada, pronto perderían competitividad y algún restaurante con menos escrúpulos sobre la dieta de la gente comenzaría a robarles clientes hasta llevarlos a la quiebra. O compiten dándole al público lo que el público quiere, o mueren.
Lo mismo está pasando en el mundo del contenido, desde las noticias hasta la música, el cine, o los libros. Al convertir los procesos de elección del público en datos se hizo posible que la audiencia asumiera el poder completo sobre los contenidos. Lamentablemente el comportamiento de “mente colmena” de la audiencia logró remarcar lo peor de sus preferencias por sobre lo mejor. Cuando la “mente colmena” tiene el poder, las exigencias se reducen. La audiencia masiva prefiere “lo breve, lo lindo, lo deshilvanado” (así lo describe Nicholas Carr en su libro “Superficiales”), lo sexual, lo criminal, lo escandaloso, lo que no tiene un antes y un después, lo que tiene pocos personajes, lo que sirve para contarle a otro, lo que sucede acá, el sufrimiento, especialmente el sufrimiento de los famosos, lo nítido, lo poco.
No son otras personas distantes las que prefieren esto, somos nosotros mismos. Tal vez una pequeña parte nuestra sea así, pero es justo la que coincide con la suma de esas mismas pequeñas partes de toda la audiencia con las cuales se construyen las preferencias. La “mente colmena” reúne esos fragmentos y crea un sujeto que no es uno mismo, que no es nadie en particular, pero que somos todos. Un sujeto francamente vulgar e impaciente. Al revés de lo que se suele sostener sobre la sabiduría colectiva, esta audiencia puede representarse como la estupidez colectiva, o como la mente de un tonto. Sus caprichos van configurando lentamente la edición de todos los medios del mundo. Quienes no se someten a las órdenes del tonto, mueren. Por ejemplo, como al tonto le gustan las listas, los medios empiezan a publicar listas. Como al tonto le gustan que los títulos tengan preguntas, cada vez más títulos tienen preguntas, o respuestas a preguntas que se hizo el tonto alguna vez. Como al tonto le gusta mostrarse sensible, le dan títulos sensibles para que el tonto con sus “likes” muestre su sensibilidad.
En medios más sofisticados, basados en un seguimiento inteligente de los datos históricos del comportamiento de la audiencia a la que siguen en toda su trayectoria diaria, hay algoritmos que pueden llenar los espacios dejados por el tonto, de esa manera se vuelven tonto-predictivos. O sea, no sólo saben lo que al tonto le gustó, sino que saben con bastante certeza lo que al tonto le gustará. Hacen cosas así: si al tonto le gustó un video (el algoritmo sabe que le gustó porque lo vio entero), entonces sabe que probablemente le guste otro video con las mismas etiquetas que le gustó a un conjunto de tontos parecidos a él. Cada vez que el tonto haga click a un video definirá mejor qué clase de tonto es, y pasará a formar parte de un grupo o “cluster” de tontos, perfeccionando la predictibilidad de su comportamiento cada vez más, para que se le pueda ofrecer así más contenido tonto que el tonto ni siquiera sabía que quería. El tonto es tan tonto que cree que elige sus propias tonterías.
El pronóstico es oscuro. Es cuantitativamente cierto que Internet tiene el mayor caudal de información de la historia de la humanidad. Pero eso no significa que las personas se enriquezcan con él, porque además de tener ese caudal, logró alimentar la natural falta de curiosidad y desidia de la audiencia con la capacidad de “esconderlo”, para ofrecer cada vez contenidos más parecidos a lo que los propios usuarios desean.
Los medios de noticias online no tienen ninguna posibilidad de no hacer lo que quieren sus lectores. Perderían inmediatamente su sustentabilidad económica y desaparecerían. Por ahora, los que tienen el respaldo de marcas de diarios tienen el contenido arbitrario que publican las redacciones offline, que deciden sin preguntarle a los lectores si les interesa o no, y una reputación que todavía fluye atrayendo anunciantes. Pero en algún momento esa herencia mermará y cada redacción deberá elegir dónde gastar su plata, si haciendo “milanesas con papas fritas”, o explorando una cocina que la mayoría mira con desinterés.
Entonces, llegará el momento en que los medios masivos se perfeccionarán y serán cada vez más masivos, y por lo tanto más rudos y vulgares, contribuyendo a profundizar la vulgaridad innata de la audiencia masiva. Probablemente las personas más elaboradas huirán de esos medios y surgirán medios más sofisticados, de menor audiencia pero de gran reputación, dirigidos a elites (que a su vez también seguirán los intereses de esos grupos, es decir, interpretarán en detalle su voluntad, haciéndose cada vez más elitistas). Falta saber cuál será el modelo de negocios de esos medios ¿Cambiará la publicidad online? ¿Empezará a preferir en algunos casos menos gente pero más pertinente?¿Empezará a evaluar que sus avisos no funcionan de la misma manera en una publicación vulgar que en una de calidad aunque el espectador sea muchas veces el mismo? ¿Financiarán las marcas contenido y será esa la fuente de negocios de las publicaciones de elite (content marketing)? ¿O serán las propias marcas las que creen contenido sin la interface de ningún medio?
Nada de esto es del todo nuevo, ahora simplemente es peor. Lo que estamos viendo son los síntomas destructivos que produce esa sustancia hiperrealista que somete a los medios, a los editores, a los periodistas y a los anunciantes. Esta droga adictiva se llama audiencia, y una vez que se la prueba nos devora para siempre.
Julián Gallo
Junio 2013-Publicado en julio 2014